Aquella
misma noche, tras cenar en el hotel, no pudimos resistir la tentación de salir
a la calle a dar un paseo. Y así es como estaban las calles. Un enorme manto
blanco cubría calzadas y aceras, y un mono de neopreno nos aislaba del frío,
pero lejos de entorpecer nuestros movimientos, nos permitía caminar
normalmente; quizás lo único incómodo (por no estar acostumbrados a ello) eran
las botas.
Después,
al regresar al hotel, quitarnos las correspondientes capas de ropa, y meternos
en la cama en donde un mullido edredón nos cobijaba, cerramos los ojos y nos
sumergimos en un dulce sueño. La aventura no había hecho más que empezar.
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