Siempre he sentido una especial atracción por los
países nórdicos, un sentimiento muy especial que se remonta a mi más tierna
infancia… y desde entonces he ido adquiriendo todo tipo de artículos y lecturas
sobre estos países. El primero fue Islandia, cuando era apenas un niños que caminaba
de la mano de su padre por las casetas de la feria del pueblo; en vez de
pedirle que me comprar un juguete o una chuchería, o que me montara en una de
las atracciones de feria, le pedí que me comprara un pequeño librito titulado “Islandia,
entre fuego y hielo”. Aquellas tardes de verano, subido en un almendro de la
finca, y con los pies colgando sobre el vacío, mi imaginación emprendió el
vuelo mágico hacia aquellas tierras del norte sintiendo cómo esos paisajes y
esas gentes me resultaban más cercanos que cuantas personas me rodeaban en
España.
De mi adolescencia recuerdo (y aún conservo el libro “Suecia,
infierno y paraíso”) y comprendí que de infierno no tenía nada sino que –aun reconociendo
que no hay nada perfecto- Suecia era un ejemplo de lo más parecido al paraíso
en este planeta. Poco después, en mi juventud compré otro libro (que también
conservo) titulado “Europa, pecado y virtud” en donde se compara la forma de
pensar en diferentes países europeos y –como era lógico suponer- mi forma de
pensar estaba más próxima a los países del norte que a los del sur.
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