No
hace mucho estaba paseando por el parque de la Dehesa de la Villa (Madrid)
cuando presencié la siguiente escena: Un grupo de 10 ó 12 niños y niñas de
entre 8 y 10 años estaban jugando, cuando de repente uno de ellos dijo a los
demás “¡mirad, una ardilla!”. Rápidamente fueron todos corriendo hacia ella
para cogerla. Vano intento, porque las ardillas son tremendamente ágiles y allí
había un montón de árboles a los que subirse. Así lo hizo. Los niños formaron
corro alrededor del árbol, gritando y –algunos de ellos- comenzaron a tirarle
pequeñas piedras que volvían a caer sobre ellos mismos sin alcanzar su objetivo
(además de salvajes, tontos). Así estuvieron un buen rato hasta que se cansaron
y se marcharon a otro lugar para seguir con sus juegos.
En
la Dehesa de la Villa hay muchas ardillas y las puedes ver con frecuencia
cuando paseas por allí, pero –efectivamente- ellas están bien atentas y en
cuando notan la presencia humana salen huyendo.
Por
eso me acordé de mi último viaje a Finlandia y mi visita al parque de
Seurasaari, en las afueras de Helsinki. Allí pude ver muchas ardillas pero
–para sorpresa mía- lejos de huir acudían a mí, y tanto era así que hasta se
subieron por mis pantalones y se posaron en mi mano (ver fotos adjuntas).
Esa
es la diferencia que hay entre un niño finlandés y uno español, y supongo que
esa es también la diferencia entre un finlandés adulto y un español adulto. Los
primeros aman la naturaleza y respetan la vida; los segundos van como Atila
dejando todo arrasado a su paso. Aunque las palabras “Educación” y “Respeto”
aparecen recogidas en el Diccionario de la Lengua Española, parece ser que se
les da poco uso.
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