viernes, 23 de julio de 2021

¿Conduces o te conducen?

Nos creemos dueños de nuestros actos. Estamos seguros de ser nosotros mismos quienes elegimos el camino que queremos seguir, lo que queremos hacer, los momentos en que queremos parar, lo que queremos mirar... Sin embargo no deberíamos estar tan seguros de ello. Pongamos un ejemplo.
 
Cogí el coche para desplazarme hasta el otro extremo de la ciudad. Tenía que llegar hasta el laboratorio fotográfico al que habitualmente llevo a revelar los carretes de fotos y en esta ocasión se trataba de las fotografías de mi reciente viaje a Noruega. Después de muchos años de ir allí, me conocía infinidad de caminos posibles, y conocía también cuáles eran los mejores a cada hora del día. No siempre era fácil llegar, y según hubiese mucho tráfico o poco, era preferible elegir una forma de acceso más directa u otra dando más rodeo pero por calles menos transitadas. En esta ocasión, había tráfico y había poco tiempo; tenía que llegar antes de que cerrasen.
 
En consecuencia elegí uno de los caminos habituales a través de la M-40 para bordear Madrid y llegar a dicho punto de destino a través de una serie de calles que conocía muy bien y que ofrecían diversas alternativas todas ellas bastante favorables.
 
Al principio todo fue bien... hasta que llegué a la M-40 y al poco de entrar en ella me di cuenta del error que había cometido: un atasco de proporciones gigantescas y en el que no había salida. En efecto, me encontraba de repente rodeado de  coches  parados  por  todas  partes y no se vislumbraba ninguna posibilidad de salir por un lateral, hacer un cambio de sentido y volver a casa o intentar ir por otro camino.
 
La primera reacción fue de sorpresa, la segunda de enfado, la tercera de desesperación, la cuarta... de resignación. Si no podía llegar a tiempo ese día, por más que lo intentase no lo iba a conseguir, así que era mejor tomarse las cosas con calma, esperar a llegar a algún punto que me permitiese escapar del atasco y regresar de nuevo a casa. En realidad lo único que iba a perder era una parte de mi tiempo libre, ¡vaya! precisamente lo más valioso (por lo escaso) que tenía.
 
El reloj seguía pasando y ya era evidente que se hacía imposible llegar a tiempo. Al cabo de un rato vislumbré una salida a la derecha, un camino por el que jamás había pasado y además, era de noche, con lo cual resultaba más difícil orientarse. Sin embargo no me apetecía seguir en el atasco y prefería adentrarme por calles desconocidas a fin de encontrar algún camino de regreso.
 
Tras desviarme por esa salida, pensé (ojo, ¿seguro que fui yo el que “pensó”?) que si pasaba a la vía de servicio del otro lado de la M-40, que es de doble sentido, a lo mejor podía saltarme todo el atasco que había en esos momentos. Entonces giré, en un sitio en el que estaba prohibido, para pasar al otro carril y, cruzando un puente, alcanzar la vía de servicio. Inexplicablemente, la vía de servicio estaba completamente vacía, y pude circular bastante ligero justo al lado de todos los carriles de la M-40 que en aquellos momentos todavía seguían colapsados.
 
Era de noche, la vía de servicio no estaba iluminada, comenzaba a desviarse de la M-40, y yo me iba adentrando por unas calles en las que jamás había estado. A pesar de ello sentí como una mano que me guiaba y me decía por dónde debía ir.
 
A veces la calle llegaba a un cruce en donde debía tomar una decisión para elegir un camino por el que continuar. No tenía ni idea, así que iba tomando las decisiones según dictaba mi intuición. Después de unos cuantos minutos de aquél insólito recorrido que, estoy seguro, no sería capaz de repetir, ni siquiera a la luz del día, me encontré en una glorieta que conocía... realmente, el sitio al que me hubiera gustado llegar a través de aquél inmenso atasco. Sin embargo lo había alcanzado por otros caminos... inverosímiles.
 
Tanto fue así que tres minutos antes de que cerrasen el laboratorio fotográfico llegué al mismo y pude entregar los carretes que quería. Después, ya pude regresar por uno de los caminos habituales, con tráfico normal, hasta llegar a casa. Y durante el viaje iba pensando en ¿cómo era posible que hubiera podido escapar del atasco, llegar a aquella glorieta y llegar a tiempo a mi destino? Me di cuenta de que no había sido yo el que conducía, que realmente “alguien” me había conducido.
 
Y esa sensación la he tenido muchas veces. Y pienso que todos podríamos sentirla si abriésemos los ojos de la mente y nos hiciésemos más receptivos para captar esas pequeñas cosas, esos pequeños detalles de misterio que impregnan toda nuestra vida. ¿Por qué, de pronto, cambiamos nuestros planes y hacemos otra cosa en la que no habíamos pensado? ¿Por qué, en un momento dado, miramos o decimos tal cosa en la que antes no nos habíamos fijado?


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