Nos creemos dueños de nuestros actos. Estamos seguros de
ser nosotros mismos quienes elegimos el camino que queremos seguir, lo que
queremos hacer, los momentos en que queremos parar, lo que queremos mirar...
Sin embargo no deberíamos estar tan seguros de ello. Pongamos un ejemplo.
Cogí el coche para desplazarme hasta el otro extremo de
la ciudad. Tenía que llegar hasta el laboratorio fotográfico al que
habitualmente llevo a revelar los carretes de fotos y en esta ocasión se
trataba de las fotografías de mi reciente viaje a Noruega. Después de muchos
años de ir allí, me conocía infinidad de caminos posibles, y conocía también
cuáles eran los mejores a cada hora del día. No siempre era fácil llegar, y
según hubiese mucho tráfico o poco, era preferible elegir una forma de acceso
más directa u otra dando más rodeo pero por calles menos transitadas. En esta
ocasión, había tráfico y había poco tiempo; tenía que llegar antes de que
cerrasen.
En consecuencia elegí uno de los caminos habituales a
través de la M-40 para bordear Madrid y llegar a dicho punto de destino a
través de una serie de calles que conocía muy bien y que ofrecían diversas
alternativas todas ellas bastante favorables.
Al principio todo fue bien... hasta que llegué a la M-40
y al poco de entrar en ella me di cuenta del error que había cometido: un
atasco de proporciones gigantescas y en el que no había salida. En efecto, me
encontraba de repente rodeado de
coches parados por
todas partes y no se vislumbraba
ninguna posibilidad de salir por un lateral, hacer un cambio de sentido y
volver a casa o intentar ir por otro camino.
La primera reacción fue de sorpresa, la segunda de
enfado, la tercera de desesperación, la cuarta... de resignación. Si no podía
llegar a tiempo ese día, por más que lo intentase no lo iba a conseguir, así
que era mejor tomarse las cosas con calma, esperar a llegar a algún punto que
me permitiese escapar del atasco y regresar de nuevo a casa. En realidad lo
único que iba a perder era una parte de mi tiempo libre, ¡vaya! precisamente lo
más valioso (por lo escaso) que tenía.
El reloj seguía pasando y ya era evidente que se hacía
imposible llegar a tiempo. Al cabo de un rato vislumbré una salida a la
derecha, un camino por el que jamás había pasado y además, era de noche, con lo
cual resultaba más difícil orientarse. Sin embargo no me apetecía seguir en el
atasco y prefería adentrarme por calles desconocidas a fin de encontrar algún
camino de regreso.
Tras desviarme por esa salida, pensé (ojo, ¿seguro que
fui yo el que “pensó”?) que si pasaba a la vía de servicio del otro lado de la
M-40, que es de doble sentido, a lo mejor podía saltarme todo el atasco que
había en esos momentos. Entonces giré, en un sitio en el que estaba prohibido,
para pasar al otro carril y, cruzando un puente, alcanzar la vía de servicio.
Inexplicablemente, la vía de servicio estaba completamente vacía, y pude
circular bastante ligero justo al lado de todos los carriles de la M-40 que en
aquellos momentos todavía seguían colapsados.
Era de noche, la vía de servicio no estaba iluminada,
comenzaba a desviarse de la M-40, y yo me iba adentrando por unas calles en las
que jamás había estado. A pesar de ello sentí como una mano que me guiaba y me
decía por dónde debía ir.
A veces la calle llegaba a un cruce en donde debía tomar
una decisión para elegir un camino por el que continuar. No tenía ni idea, así
que iba tomando las decisiones según dictaba mi intuición. Después de unos
cuantos minutos de aquél insólito recorrido que, estoy seguro, no sería capaz
de repetir, ni siquiera a la luz del día, me encontré en una glorieta que
conocía... realmente, el sitio al que me hubiera gustado llegar a través de
aquél inmenso atasco. Sin embargo lo había alcanzado por otros caminos...
inverosímiles.
Tanto fue así que tres minutos antes de que cerrasen el
laboratorio fotográfico llegué al mismo y pude entregar los carretes que
quería. Después, ya pude regresar por uno de los caminos habituales, con
tráfico normal, hasta llegar a casa. Y durante el viaje iba pensando en ¿cómo
era posible que hubiera podido escapar del atasco, llegar a aquella glorieta y
llegar a tiempo a mi destino? Me di cuenta de que no había sido yo el que
conducía, que realmente “alguien” me había conducido.
Y esa sensación la he tenido muchas veces. Y pienso que
todos podríamos sentirla si abriésemos los ojos de la mente y nos hiciésemos
más receptivos para captar esas pequeñas cosas, esos pequeños detalles de
misterio que impregnan toda nuestra vida. ¿Por qué, de pronto, cambiamos
nuestros planes y hacemos otra cosa en la que no habíamos pensado? ¿Por qué, en
un momento dado, miramos o decimos tal cosa en la que antes no nos habíamos
fijado?
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