Cuando yo era pequeño (mitad del siglo XX) leí que en
Islandia no había árboles, que siglos atrás talaron los pocos que había para
construir casas y barcos y después, con tan inhóspito clima, apenas si habían
quedado árboles y si crecía alguno lo hacía de forma débil constantemente
abatido por el viento y el frío.
¿Qué decir de un país que ama y respeta la naturaleza y
sabe convivir respetuosamente con ella? Porque así son los islandeses. Desde
entonces han estado cuidando su naturaleza y hoy en día son muchos los árboles
e incluso bosquecillos que se pueden ver por Islandia. No es nada comparable,
por supuesto, a los bosques de Europa central, por ejemplo, porque en Islandia
y viento constante, el frío y las heladas, frenan la proliferación de los
árboles que nunca llegan a alcanzar un gran porte. Sin embargo cada vez hay más
árboles en este país a pesar de las permanentes adversidades climatológicas.
Puedo decir con eterno agradecimiento la suerte y el
honor que tuve al permitirme contribuir a este resurgimiento de los árboles en
Islandia. Cuando visité este país me invitaron a plantar un árbol y así lo hice.
Hoy día sigue creciendo igual de fuerte que mi amor por este país y por sus
gentes.
En la imagen, el árbol que planté y sigue creciendo allí.
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Nos creemos dueños de nuestros actos. Estamos seguros de
ser nosotros mismos quienes elegimos el camino que queremos seguir, lo que
queremos hacer, los momentos en que queremos parar, lo que queremos mirar...
Sin embargo no deberíamos estar tan seguros de ello. Pongamos un ejemplo.
Cogí el coche para desplazarme hasta el otro extremo de
la ciudad. Tenía que llegar hasta el laboratorio fotográfico al que
habitualmente llevo a revelar los carretes de fotos y en esta ocasión se
trataba de las fotografías de mi reciente viaje a Noruega. Después de muchos
años de ir allí, me conocía infinidad de caminos posibles, y conocía también
cuáles eran los mejores a cada hora del día. No siempre era fácil llegar, y
según hubiese mucho tráfico o poco, era preferible elegir una forma de acceso
más directa u otra dando más rodeo pero por calles menos transitadas. En esta
ocasión, había tráfico y había poco tiempo; tenía que llegar antes de que
cerrasen.
En consecuencia elegí uno de los caminos habituales a
través de la M-40 para bordear Madrid y llegar a dicho punto de destino a
través de una serie de calles que conocía muy bien y que ofrecían diversas
alternativas todas ellas bastante favorables.
Al principio todo fue bien... hasta que llegué a la M-40
y al poco de entrar en ella me di cuenta del error que había cometido: un
atasco de proporciones gigantescas y en el que no había salida. En efecto, me
encontraba de repente rodeado de
coches parados por
todas partes y no se vislumbraba
ninguna posibilidad de salir por un lateral, hacer un cambio de sentido y
volver a casa o intentar ir por otro camino.
La primera reacción fue de sorpresa, la segunda de
enfado, la tercera de desesperación, la cuarta... de resignación. Si no podía
llegar a tiempo ese día, por más que lo intentase no lo iba a conseguir, así
que era mejor tomarse las cosas con calma, esperar a llegar a algún punto que
me permitiese escapar del atasco y regresar de nuevo a casa. En realidad lo
único que iba a perder era una parte de mi tiempo libre, ¡vaya! precisamente lo
más valioso (por lo escaso) que tenía.
El reloj seguía pasando y ya era evidente que se hacía
imposible llegar a tiempo. Al cabo de un rato vislumbré una salida a la
derecha, un camino por el que jamás había pasado y además, era de noche, con lo
cual resultaba más difícil orientarse. Sin embargo no me apetecía seguir en el
atasco y prefería adentrarme por calles desconocidas a fin de encontrar algún
camino de regreso.
Tras desviarme por esa salida, pensé (ojo, ¿seguro que
fui yo el que “pensó”?) que si pasaba a la vía de servicio del otro lado de la
M-40, que es de doble sentido, a lo mejor podía saltarme todo el atasco que
había en esos momentos. Entonces giré, en un sitio en el que estaba prohibido,
para pasar al otro carril y, cruzando un puente, alcanzar la vía de servicio.
Inexplicablemente, la vía de servicio estaba completamente vacía, y pude
circular bastante ligero justo al lado de todos los carriles de la M-40 que en
aquellos momentos todavía seguían colapsados.
Era de noche, la vía de servicio no estaba iluminada,
comenzaba a desviarse de la M-40, y yo me iba adentrando por unas calles en las
que jamás había estado. A pesar de ello sentí como una mano que me guiaba y me
decía por dónde debía ir.
A veces la calle llegaba a un cruce en donde debía tomar
una decisión para elegir un camino por el que continuar. No tenía ni idea, así
que iba tomando las decisiones según dictaba mi intuición. Después de unos
cuantos minutos de aquél insólito recorrido que, estoy seguro, no sería capaz
de repetir, ni siquiera a la luz del día, me encontré en una glorieta que
conocía... realmente, el sitio al que me hubiera gustado llegar a través de
aquél inmenso atasco. Sin embargo lo había alcanzado por otros caminos...
inverosímiles.
Tanto fue así que tres minutos antes de que cerrasen el
laboratorio fotográfico llegué al mismo y pude entregar los carretes que
quería. Después, ya pude regresar por uno de los caminos habituales, con
tráfico normal, hasta llegar a casa. Y durante el viaje iba pensando en ¿cómo
era posible que hubiera podido escapar del atasco, llegar a aquella glorieta y
llegar a tiempo a mi destino? Me di cuenta de que no había sido yo el que
conducía, que realmente “alguien” me había conducido.
Y esa sensación la he tenido muchas veces. Y pienso que
todos podríamos sentirla si abriésemos los ojos de la mente y nos hiciésemos
más receptivos para captar esas pequeñas cosas, esos pequeños detalles de
misterio que impregnan toda nuestra vida. ¿Por qué, de pronto, cambiamos
nuestros planes y hacemos otra cosa en la que no habíamos pensado? ¿Por qué, en
un momento dado, miramos o decimos tal cosa en la que antes no nos habíamos
fijado?
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Esta es una historia real que demuestra la enorme
profesionalidad de los carteros, aunque los de este ejemplo no sean españoles,
sino noruegos.
Era el año 1900 y tenía un amigo noruego con el que
mantenía un curioso intercambio: Yo le enviaba sellos españoles para su
colección de sellos y él me enviaba cintas de vídeo en donde grababa programas
de la televisión noruega. Tan grande era mi amor por Noruega que sentía la
necesidad de meterme en su ambiente, de conocer mejor el país, sus gentes, sus
costumbres.
Como yo no sabía noruego, mi amigo elegía aquellos
programas donde la voz no tenía demasiada importancia porque las imágenes eran
lo suficientemente explicativas como para darme una idea de lo que allí se
contaba.
En uno de aquellos vídeos me encontré un día con un
reportaje en donde aparecía un loro muy simpático que hablaba noruego, imitaba
el timbre del teléfono, le gustaba ducharse, era muy cariñoso… vamos, una
delicia de mascota. Además era idéntico a un loro que tuve en mi juventud, por
lo que dicho reportaje me impactó sobremanera.
Tras visionarlo bastantes veces aquellos meses, lo guardé
en una estantería y allí permaneció durante veinte años aproximadamente. Veinte
años es mucho tiempo, pero también es cierto que los loros viven mucho tiempo,
y como yo no me había olvidado de ese loro, volví a buscar esa cinta, la
rebobiné hasta encontrar el reportaje y la visioné de nuevo, emocionándome como
la primera vez. Pero ¿seguiría vivo ese loro?
Volví a visionar ese reportaje, esta vez mucho más
despacio y dándole a la pausa varias veces para tratar de encontrar las pistas
que me indicasen quién era su dueño, dónde vivía, etc., para poder escribirle y
preguntarle qué tal estaba el loro. Pero apenas si daban datos en dicho
reportaje. Sólo aparecía el nombre de su dueña y la fecha de emisión. Con tan
pobre información me metí en la página web de la televisión noruega (NRK) y
empecé a buscar en sus archivos. Tan sólo aparecía, como información adicional,
el nombre de la ciudad donde se había grabado el reportaje. Busqué para ver
dónde estaba esa ciudad y… ¡no era una ciudad, era una región! Sólo tenía,
pues, el nombre de una persona y el nombre de una región; es algo así como si
en España enviamos una carta con los siguientes datos para que el cartero se la
entregue al destinatario: “Pepe Pérez, valle del Jerte”.
No tenía más opciones, así que escribí una carta a esa
persona y puse como único dato de su dirección el nombre de la región. Como por
aquél entonces ya nos manejábamos en Internet, le detallé en mi carta cuál era
mi dirección de e-mail para que le resultase más cómodo contestarme… si es que
alguna vez le llegaba tan inusual carta.
¡Cuál no sería i sorpresa cuando al cabo de poco más de
una semana me llegó un e-mail de esa persona! Lógicamente se mostraba muy
sorprendida por mi interés en su loro y por el hecho de que el cartero hubiese
sido capaz de localizarla. Me contó que el loro se llamaba Rulle y que ahora
vivía con su hermano en la ciudad de Tromso, junto a otras muchas mascotas que
tenía. Y por supuesto, me contó que seguía tan simpático, cariñoso y hablador
como siempre.
Gracias a la excelente profesionalidad de los carteros
(de los carteros noruegos en este caso) satisfice mi curiosidad y me llené de
alegría al comprobar que aquél simpático loro sigue llevando una vida feliz.
Por si quieres disfrutarlo, aquí tienes unas secuencias
de aquél reportaje de la televisión noruega:
“Un loro al teléfono”: https://youtu.be/XPgybJIdvE
“Un loro en la ducha”: https://youtu.be/SIflsiUp1Ww
“Un loro noruego muy
animado”: https://youtu.be/QjKZTQ4BeGw
"Cosas de Noruega", lo que más ha llamado la atención de Norurega y de sus gentes, a un escritor español.
Hombres y mujeres no son estereotipos culturales, sino
realidades biológicas diferenciadas. Como todavía hay gente que no se entera, hay que seguir haciendo estudios
como este, que lo demuestren e incluso dejen bien claro que cuanto más
igualitario es un país, mayor es la diferencia entre hombres y mujeres en
cuanto a temperamento e interés.
Los autores de tan elocuente estudio son Hermundur
Sigmundsson, profesor de la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología en
Trondheim y de los centros de investigación con vocación de Educación, de la
Universidad de Islandia; y Bergsveinn Ólafsson, profesor de psicología y autor
del libro “Diez pasos hacia una vida significativa”.
Un resumen de este estudio ha sido recogido en el digital
diario “AZprensa”:
https://azpressnews.blogspot.com/2021/06/una-investigacion-desmonta-todos-los.html
“No son coincidencias”. Este libro te muestra cómo todo
eso que comúnmente llamamos “coincidencias” o “casualidades” no son tal cosa
sino algo muy diferente…
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¡Lo ha vuelto a hacer! Islandia ha vuelto a colocarse
como número 1 del mundo, en esta ocasión al demostrarnos cómo se puede volver a
la antigua normalidad tras la pandemia de coronavirus.
Todos nos decían que ya nada volvería a ser como antes,
que el mundo había sufrido un punto de inflexión y entrábamos en una nueva era
que llamaban de la “nueva normalidad”. Sin embargo Islandia ha demostrado que es
posible mantener todo lo que socialmente habíamos conseguido… otra cosa muy
diferente es que los demás países sean capaces (o quieran) volver al estado de
bienestar de que disfrutábamos antes en el mundo occidental.
Puedes leer la noticia publicada en el digital diario “AZprensa”:
https://azpressnews.blogspot.com/2021/06/islandia-es-el-primer-pais-que-recupera.html
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