Mi mujer, mis dos hijas y yo mismo, plantamos cada uno
nuestro respectivo árbol en Islandia. Cavamos con mimo el agujero, echamos
estiércol, colocamos el cepellón, aprisionamos la tierra y la regamos. Cuantro
miembros de una familia, cuatro árboles que arraigaron en Islandia. Sus raíces,
cada día más robustas, quizás recuerden esas manos que un buen día las
plantaron mientras otro tipo de raíces, espirituales, fueron creciendo y
anclándose en mi alma.
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