domingo, 22 de marzo de 2009

Islandia, por los islandeses

Navegando por Internet arribé a una página en la que se ofrecía este artículo de John Carlin, publicado en El País el 6 de abril de 2008. Esto fue antes de la gran crisis económica, pero al igual que los islandeses han salido adelante otras veces, también lo harán ahora; así que todo lo que aquí se dice sigue siendo válido para conocer mejor a los habitantes de este gran pequeño país.

Islandia: la buena vida

Aislamiento. Frío. Naturaleza hostil. Los islandeses han hecho frente a sus problemas. Hoy son los seres humanos más felices, y su país, el lugar donde mejor se vive del mundo. Ellos mismos explican por qué.

El índice de natalidad más elevado de Europa + la mayor tasa de divorcios + el mayor porcentaje de mujeres que trabajan fuera de casa = el mejor país del mundo para vivir. Hay algo que tiene que estar mal en esta ecuación. Si se unen esos tres factores –montones de hijos, hogares rotos, madres ausentes–, el resultado tiene que ser la receta para la miseria y el caos social. Pues no. Islandia, el bloque de lava subártico al que se refieren estas estadísticas, encabeza las últimas clasificaciones del Índice de Desarrollo Humano del PNUD, lo cual significa que, como sociedad y como economía –en relación con la riqueza, la sanidad y la educación–, es el mejor lugar del mundo. Podría replicarse: muy bien, pero con sus oscuros inviernos y sus veranos nada tropicales, ¿son felices los islandeses? La verdad es que, en la medida en que es posible medir esas cosas, lo son. Entre otras estadísticas, un estudio académico aparentemente serio aparecido en The Guardian en 2006 decía que los islandeses eran el pueblo más feliz de la Tierra (el estudio posee cierta credibilidad, puesto que llegaba a la conclusión de que los rusos eran los menos felices

Oddny Sturludóttir, una mujer de 31 años con dos hijos, me contó que tenía una buena amiga de 25 con tres hijos de un hombre que acababa de abandonarla. “Pero no tiene ninguna sensación de crisis”, dijo Oddny. “Está preparándose para seguir adelante con su vida y su carrera con una actitud perfectamente optimista”. La respuesta a la pregunta de por qué la amiga no piensa que sea una crisis lo que cualquier mujer de cualquier parte del mundo occidental consideraría una catástrofe ayuda a explicar por qué los 313.000 habitantes de Islandia son tan sensatos, alegres y triunfadores.

Existen, eso sí, otros factores más visibles. Los datos son abundantes: el país con la sexta renta per cápita del mundo; en el que la gente compra más libros; en el que la expectativa de vida para los hombres es la más larga del mundo, y para las mujeres está entre las más altas; el único país de la OTAN que no tiene Fuerzas Armadas (se prohibieron hace 700 años); el que tiene la mayor proporción de teléfonos móviles por habitante, el sistema bancario que más rápidamente está expandiéndose en el mundo, el increíble crecimiento de las exportaciones, el aire cristalino, el agua caliente que llega a todos los hogares directamente desde las cañerías naturales de las entrañas volcánicas, y así sucesivamente.

Pero ninguna de estas cosas sería posible sin la sólida seguridad en sí mismos que define a los islandeses, y que, a su vez, nace de una sociedad que está culturalmente orientada –como prioridad absoluta– a educar niños sanos y felices, con todos los padres y madres que sea. En gran parte es herencia de sus antepasados vikingos, cuyos hombres se dedicaban sin reparos a saquear y violar, pero, al menos, tenían la coherencia moral de no mostrarse celosos por las aventuras de sus esposas, unas mujeres que se encargaban de alimentar a la familia en la dureza de tundra de esta isla del Atlántico norte mientras los maridos se iban de exploraciones por el mundo durante años. Como me explicó una abuela con varios nietos en mi primera visita a Islandia, hace dos años, “los vikingos se iban a otros países, y las mujeres eran las que mandaban y tenían hijos con los esclavos, y cuando los vikingos regresaban, los aceptaban con un espíritu de cuantos más, mejor”.

Oddny –una pianista esbelta y atractiva que habla alemán con fluidez, traduce libros del inglés al islandés y es concejal en la capital, Reikiavik– es un ejemplo contemporáneo de lo mismo. Hace cinco años, cuando estudiaba en Stuttgart, se quedó embarazada de un alemán. Durante el embarazo rompió con él y volvió a juntarse con un viejo amor, un prolífico escritor y pintor islandés llamado Hallgrimur Helgason. Los dos volvieron a Islandia a vivir juntos con el recién nacido y posteriormente tuvieron una hija en común. Hallgrimur adora a los dos niños, pero Oddny cree importante que su hijo mayor conserve una relación estrecha con su padre biológico. Así que, de forma habitual, el alemán va a Islandia y se aloja en casa de Oddny y Hallgrimur una o dos semanas.

“Las familias hechas de retazos son una tradición aquí”, explica Oddny, que no ha ido a trabajar y está en casa esta mañana de jueves para cuidar de su hija pequeña, a la que le duele el oído. “Es normal que las mujeres tengan hijos con más de un hombre. Pero todos son familia”. El caso de Oddny no es nada atípico. Cuando llega el cumpleaños de un niño no sólo acuden a la fiesta las distintas parejas de padres, sino también todos los abuelos, y flotas enteras de tíos y tías.

Islandia, situada en medio del Atlántico norte y con Groenlandia como vecino más próximo, estaba demasiado lejos para que nadie llegara hasta allí aparte de los más obstinados misioneros cristianos medievales. Es un país en gran parte pagano, como les gusta decir a los nativos, sin la carga de los tabúes que tanta inquietud generan en otros lugares. Eso significa que son personas prácticas y que van al grano. Y eso significa, a su vez, montones de divorcios. “No es algo de lo que estar orgullosos”, dice Oddny, con una sonrisa, “pero el caso es que los islandeses no se aferran a relaciones que van mal. Se van”. Y el motivo por el que pueden hacerlo es que la sociedad, empezando por los padres, no les estigmatiza. El incentivo de “permanecer juntos por los niños” no existe. Los niños van a estar estupendamente porque toda la familia se unirá a su alrededor, y lo más probable es que los padres sigan teniendo una relación civilizada, basada en la decisión, normalmente automática, de que la custodia de los hijos va a ser compartida.

La comodidad de saber que, pase lo que pase, el futuro de los hijos está asegurado explica también por qué las mujeres islandesas, pese a ser tan modernas (Islandia eligió a la primera mujer presidenta del mundo, una madre soltera, hace 28 años), persisten en la vieja costumbre de tener hijos cuando son muy jóvenes. “No estoy hablando de embarazos no deseados de adolescentes, que quede claro”, dice Oddny, “sino de mujeres de 21 o 22 años que desean tener hijos, muchas veces cuando todavía están en la universidad”. En una universidad española, una alumna embarazada es poco frecuente; en Islandia, incluso en la Universidad de Reikiavik, que está orientada hacia el mundo de la empresa, no sólo es habitual ver en la cafetería a chicas embarazadas, sino a otras amamantando. “Prolongas los estudios un año, vale, ¿y qué más da?”, dice Oddny. “Nadie piensa, por tener un hijo a los 22: ¡Dios mío, se me ha acabado la vida! Se considera una estupidez esperar hasta los 38. Nos parece muy saludable tener muchos niños. Todos los bebés son bienvenidos”.

Sobre todo porque, cuando una persona está trabajando, el Estado le da nueve meses de permiso por hijos remunerado, que pueden repartirse entre el padre y la madre como les parezca. “Eso quiere decir que los empresarios saben que un empleado varón tiene tantas probabilidades como una empleada mujer de acogerse a una baja para cuidar del niño”, explica Svafa (se pronuncia Suava) Gronfeldt, rectora de la Universidad de Reikiavik y antes alta ejecutiva. “El permiso de paternidad marcó el punto de inflexión para la igualdad de la mujer en este país”.

Svafa ha aprovechado la oportunidad plenamente. Con su primer hijo utilizó ella la mayor parte del permiso, y con el segundo fue su marido. “Yo estaba en un trabajo con el que tenía que viajar 300 días al año”, explica. Tuvo dudas, pero quedaron paliadas, en parte, con la seguridad de que su marido estaba en casa, y en parte, con la maravillosa educación pública que ofrece Islandia, y que empieza por las guarderías de jornada completa, hasta tal punto que las escuelas privadas son prácticamente inexistentes. “El 99% de los niños, tanto si sus padres son fontaneros como multimillonarios, acuden al sistema estatal”, dice Svafa.

El puesto de los 300 días era el de viceconsejera delegada responsable de fusiones y adquisiciones en una empresa de genéricos farmacéuticos llamada Activis, en la que trabajó seis años. Durante ese periodo, la compañía pasó de ser un pez diminuto a la tercera de su categoría, y compró 23 empresas extranjeras, incluido un gigante de Nueva Jersey por 500 millones de dólares en 2005. Svafa no sólo hace propaganda de su antigua firma –que dejó cuando ya no se sintió capaz de soportar el sentimiento de culpa por sus ausencias maternales–, sino que enumera varias de las mayores proezas empresariales que ha logrado su país en los últimos 10 años, un periodo de expansión en una economía tradicionalmente basada en la pesca. No sólo hay ya bancos islandeses en activo en 20 países; no sólo la empresa Decode, con sede en Reikiavik, es líder mundial en la investigación biotecnológica del genoma; no sólo las firmas islandesas están devorando empresas alimentarias y de telecomunicaciones en el Reino Unido, Escandinavia y el este de Europa, sino que Islandia es el líder mundial en fabricación de prótesis. “¿Ese atleta surafricano que ha perdido las dos piernas, pero que corre a velocidades olímpicas? Sus piernas artificiales se construyeron aquí”, afirma.

Svafa es una mujer vivaracha con el pelo corto y una mente aguda y llena de humor. Y su despacho es como ella. Espacioso, minimalista (tanto que no tiene ni siquiera una mesa) y moderno, con la limpieza del estilo nórdico; parece más bien un salón, y tiene unas vistas de morirse. Desde una ventana se ven los tejados rojos y verdes, como de Monopoly, de Reikiavik, hasta el puerto pesquero y el mar de color azul oscuro; la otra da a una cadena de montañas bajas y cubiertas de nieve. Es un paisaje bellísimo, pero muy duro para vivir, sobre todo en los mil años que Islandia estuvo habitada antes de que llegaran la electricidad y el motor de combustible. “No sólo hay que ser duro, sino imaginativo, para sobrevivir aquí”, dice Svafa. “Si uno no usa la imaginación está acabado; si se queda quieto, se muere”.

Como demostraron los vikingos, parte de esa imaginación consiste en salir al mundo. Es lo que hizo Svafa (hizo su doctorado en la London School of Economics, vivió en Estados Unidos y, en total, pasó 10 años en el extranjero) y lo que hacen prácticamente todos los islandeses. Son muy pocos los que no hablan un inglés excelente, y muchos hablan bastante bien español. Pero ahora que Islandia es un país próspero ha empezado a invitar al mundo a venir aquí. La Universidad de Reikiavik tiene profesores de 23 países, y la idea, después del traslado previsto para dentro de dos años a un campus que Svafa describe como de la era espacial, de ampliar la presencia extranjera tanto en el profesorado como de alumnos, y convertir la universidad en un centro mundial de educación empresarial. La Universidad de Reikiavik (una de las ocho universidades, cada vez más grandes, que existen en un país con una población como la de Vigo) es completamente bilingüe. “Pueden venir estudiantes que sólo hablen inglés y hacer aquí sus estudios de posgrado”. ¿A nadie le preocupa que se pierda la lengua islandesa, que, al fin y al cabo, habla tan poca gente? “En absoluto”, declara Svafa. “Nuestra lengua está a salvo”. Islandia no ha caído en las neurosis nacionalistas de otros países pequeños (aunque no hay prácticamente ninguno más pequeño que Islandia), y su obsesión es unirse al mundo, no tenerle miedo. “Lo que nos interesa es la adquisición de cerebros, en vez de la fuga de cerebros. Queremos hacer lo que los estadounidenses han sabido hacer tan bien, y, en nuestro caso concreto, crear un campus de élite en Europa que atraiga a los mejores de todo el mundo”.

Los islandeses saben identificar lo mejor e incorporarlo a su sociedad. Hablo de ello con el primer ministro, Geir Haarde, al que conocí durante un acto oficial celebrado en unos cálidos baños públicos, un lugar de reunión frecuente entre los islandeses, como los pubs para los británicos. Tan afable como todas las demás personas que he encontrado, y sin nada remotamente parecido a un guardaespaldas (no hay prácticamente delitos en Islandia), acepta sentarse y responder a unas preguntas sobre la marcha. “Creo que hemos combinado lo mejor de Europa y lo mejor de Estados Unidos, el sistema de bienestar nórdico con el espíritu empresarial norteamericano”, explica, y subraya que Islandia, a diferencia de los demás países nórdicos, tiene unos impuestos, tanto personales como de sociedades, excepcionalmente bajos. “Ello ha hecho que las empresas islandesas se queden aquí y que otras extranjeras vengan a establecerse, pero también que hayamos aumentado en un 20% nuestra recaudación por impuestos gracias a una mayor facturación”. Y al mismo tiempo ofrecen, además de una educación gratuita de primera categoría, una sanidad de primera categoría, hasta el punto de que la medicina privada en Islandia se reduce sobre todo a servicios de lujo como la cirugía estética.

Dagur Eggertson, hasta hace poco alcalde de Reikiavik y con todas las posibilidades de ser futuro primer ministro de Islandia, destaca que lo que ha ocurrido en su país desafía la lógica económica. “En los ochenta y noventa, los teóricos de derechas en Estados Unidos y el Reino Unido decían que el sistema escandinavo era impracticable, que la alta fiscalidad y la alta inversión del Estado en los servicios públicos acabarían matando a la empresa”, dice Dagur, un hombre de 35 años y aspecto juvenil que, como la mayoría de los islandeses, es trabajador y polifacético: además de político es médico. “Sin embargo, aquí estamos, en 2008”, continúa, “y si se fija en los datos económicos, verá que, en estos últimos 12 años, los países escandinavos y nosotros hemos avanzado muchísimo. Algunos lo llaman economía del abejorro: desde el punto de vista científico, aerodinámico, uno no puede figurarse cómo vuela, pero el caso es que lo hace, y muy bien”.

El éxito especialmente espectacular de Islandia procede de esa capacidad de trabajo de la que Dagur es un ejemplo, además de la necesidad de ser creativos de la que hablaba Svafa, más una fe típicamente estadounidense en que las grandes ideas se pueden hacer realidad. “Muchos de nosotros hemos vivido y estudiado en Estados Unidos”, dice Geir Haarde, “y lo que hemos aprendido de ellos, además de descubrir que lo compartimos de forma natural, es esa actitud de que todo es posible, de que si trabajamos duro es posible hacer cualquier cosa”. Svafa parece ser la encarnación de lo que describe Haarde. Le encanta la civilizada generosidad del Estado islandés, pero trabaja para alcanzar sus objetivos con un optimismo incansable.

Un espíritu similar es el motivo del éxito de Reykjavik Energy, la compañía que suministra a los islandeses la mayor parte de su agua caliente y su electricidad. Con una atención a la salud ambiental nada estadounidense, la empresa ha mostrado un ingenio y un espíritu innovador que le han llevado a excavar conductos en las profundidades de la tierra helada para extraer no petróleo, sino agua, que a un kilómetro bajo la superficie alcanza temperaturas de 200 grados centígrados.


En 1940, el 85% de la energía de Islandia procedía del carbón y el petróleo; hoy, el 85% procede del agua volcánica subterránea, que después de pasar por enormes turbinas en plantas de alta tecnología y limpieza impecable, abastece la mitad de las necesidades de electricidad del país a un precio que es dos tercios la media europea. Islandia tiene en la actualidad el mayor sistema de calefacción geotérmica del mundo, y otros países están interesándose. Los primeros ministros de China e India han visitado Islandia en años recientes para ver qué pueden aprender sobre energías limpias, baratas y renovables, y Reykjavik Energy está participando en proyectos conjuntos para reproducir el modelo islandés en lugares tan remotos como Yibuti, El Salvador e Indonesia, además de China.

El éxito de Reykjavik Energy es una metáfora del éxito general de Islandia: dominar la dura naturaleza, y transformarla, mediante la imaginación y el esfuerzo, en una energía rica y fructífera. Los artistas han hecho algo muy parecido. El país está lleno de escritores, pintores, cineastas y –como Oddny– músicos notables. Islandia tiene a la famosa Björk, la respuesta cool a Madonna, pero también una orquesta sinfónica nacional que toca en los mejores locales del mundo, y posee su propia compañía de ópera (cuando estuve allí se representaba La Traviata en la Ópera de Reikiavik totalmente a cargo de islandeses). Baltsar Kormakur, un antiguo galán de culebrones televisivos, es un importante director de cine local cuyas películas se han exhibido en 80 países, al que la revista Variety incluyó en 2001 entre los 10 “nuevos talentos más prometedores” del mundo y que está a punto de rodar su primera película en Hollywood este año. Además ha dirigido ya una obra en el Barbican de Londres, donde pronto repetirá con un montaje de Otelo, de Shakespeare.


En cuanto a escritores, la mitad de la población parece haber escrito un libro, como si les inspirase el mayor legado cultural que ha dado Islandia hasta ahora, las sagas vikingas del siglo XIII, que Jorge Luis Borges calificó como las primeras novelas, 400 años antes de Cervantes. Como consecuencia, una cosa que los islandeses siempre han podido hacer y muchos en otros países no, ya en el siglo XIX, era leer, una tradición que se mantiene de forma voraz, como demuestra la abundancia de librerías en Reikiavik. La pintura como modalidad artística no existió en Islandia hasta hace cien años, pero hoy son muchos los que se dedican a ella como aficionados, y al menos cien islandeses viven de su arte.

Haraldur Jonsson, que estudió en París (todos han estudiado fuera), cuyo padre fue el campeón de los polifacéticos (era arquitecto y dentista), y que, como todos los demás, habla inglés mejor que la mayoría de los ingleses, es pintor abstracto, escultor y artista de video-performance, y describe su labor como la tarea de “hacer que el mundo invisible sea visible”, transformar las emociones en cosas que puedan verse y tocarse. La gente responde. Ha hecho exposiciones en Londres, Barcelona, Berlín, Amsterdam, Budapest, Los Ángeles, Chicago, Melbourne, Winnipeg, Vilna, Graz…, en todas partes.

¿Por qué hay tal abundancia de artistas en Islandia? ¿Qué les impulsa? “Lo hacemos para no volvernos locos”, responde Haraldur, que es alto, nervioso, delgado y divertido, y que tiene unos ojos con la energía concentrada de un rayo láser. ¿Para no volverse locos? “Sí”, sonríe, “para mantener alejada a la fiera”. ¿La fiera? “La fiera es Islandia, esta isla en la que vivimos, con su naturaleza aterradora y su tiempo difícil y siempre cambiante. Es el mundo de las pesadillas de Goya: bello, pero grotesco. Ésa es la fiera taciturna de Islandia. Vivimos con una fiera invisible. Es la isla, y no podemos escapar de ella. Así que encontramos formas de vivir con ella, de domarla. Yo lo hago mediante mi arte”, dice Haraldur, cuyos intentos de apaciguar al monstruo incluyen también los tres libros que ha escrito. “No hay animales ni árboles. Tenemos que tener una vida interna muy rica para llenar los espacios vacíos, para llenar el silencio con nuestro propio ruido”.

Existe otra fiera con la que Islandia está en deuda: la II Guerra Mundial. Los islandeses deben de ser el único pueblo en el mundo al que Adolf Hitler dejó un legado de valor. Antes de la guerra, Islandia era el país más pobre de Europa. De pronto, en 1939 se convirtió en un lugar estratégico de inmenso valor. Los británicos y los alemanes compitieron por él, y los británicos llegaron primero. Establecieron una base militar en una manga de tierra cerca de la costa de Reikiavik. “De pronto empezó a haber una abundancia de trabajos que, por primera vez en la historia, no tenían relación con la pesca ni la agricultura”, recuerda Asvaldur Andresson. “Antes de la guerra casi no teníamos carreteras, y las que había teníamos que construirlas con pico y pala. Llegaron los británicos y los estadounidenses, y empezaron a aparecer tractores oruga, y carreteras de asfalto, y herramientas maravillosas para trabajar”.

Asvaldur, que nació en 1928 en un pueblo pesquero situado en el indómito extremo oriental de la isla, llamado Seydisfjordur, emigró al oeste, a Reikiavik, al acabar la guerra, y encontró trabajo como conductor de autobús en la base de Estados Unidos. Después, tras largas horas de estudiar por las noches, pasó la mayor parte de su vida como restaurador de coches machacados. Su vida siempre fue dura, pero sobre todo cuando era niño e Islandia constituía la peor de las mezclas posibles, un país del Tercer Mundo con un clima brutalmente frío. A los 12 años dejó el colegio y se fue a trabajar en un barco de pesca; es difícil imaginar un trabajo más duro en ningún lugar, con las tormentas heladas que se encuentran en el borde meridional del círculo ártico. Su hermana murió de tos ferina cuando tenía tres años, y su padre murió cuando él tenía 16 años y estaba en el mar, lo cual significa que, cuando se enteró, ya estaba enterrado. Ha trabajado jornadas de 16 horas toda su vida para alimentar decentemente a su familia, e incluso se construyó su propia casa de dos pisos; la empezó en 1958 y la terminó en 1966. Hoy tiene todo su tiempo ocupado con el cuidado de su mujer inválida. Lo bueno es que recibe dinero del Estado a cambio, y ésa es una buena razón –apoyada en la cultura de la cohesión familiar– por la que la mayoría de la gente mayor en Islandia no vive en residencias, sino en casa. “Repaso mi vida y veo lo que ha cambiado este país, y casi no puedo creerlo”, dice Haraldur, que me acoge en su casa y hace unas tortitas extraordinarias para mí y para su esposa, que está en una silla de ruedas.

Lo más interesante es lo que ha sido de tres de sus nietas, todas ya adultas. Una hace documentales en París; otra es un genio de la biotecnología que ayuda a cirujanos en un hospital de Reikiavik; la mayor, de 26 años, posee un permiso para volar obtenido en Estados Unidos y está entrenándose para ser piloto de Ryanair. Con lo pronto que se reproducen las mujeres islandesas, Asvaldur y su esposa tienen ya cinco bisnietos.

No hay duda de que recibirán enorme amor y atención de su familia ampliada, así como la mejor educación, sobre todo si alguno de ellos va a una escuela que visité en Reikiavik, Háteigsskól. El director –un hombre discreto, pero apasionado, llamado Asgeir Beinteinsson– me enseñó su establecimiento con orgullo. Los niños tienen entre 6 y 16 años, y todas las aulas, que visitamos por sorpresa, eran una imagen de laboriosidad controlada y alegre. Además de la amplia variedad de asignaturas obligatorias para todos, desde cocina hasta carpintería, pasando por las tradicionales, lo que más me sorprendió fue la forma tan imaginativa de enseñar y la estrecha relación de los profesores con los padres. Un método que se utiliza con los más pequeños es explicar la historia y la ciencia a través del teatro. Por ejemplo, para aprender la historia de los primeros colonos que salieron de Noruega en 847, los niños representan los papeles de esos colonos y luego tratan de imaginar cómo pudieron navegar hasta Islandia guiándose por el sol y las estrellas y cómo lograron sobrevivir al llegar a las áridas rocas de la isla. También se utiliza el teatro en las clases de biología, en las que los niños hacen de corazón, pulmones, riñones y corpúsculos sanguíneos.

En cuanto a los padres, hay un miembro del claustro cuya función es recopilar los datos detallados de los ejercicios de valoración internos que se hacen para garantizar que el colegio mantiene un buen nivel. Después de consultas con los alumnos, profesores y padres, se evalúa el progreso en todos los aspectos, desde la calidad de la enseñanza de las matemáticas hasta la opinión de los alumnos sobre los edificios en los que está el colegio. Toda esa información está siempre a disposición de los padres en Internet.

“La filosofía en la que se basa todo lo que hacemos”, dice Asgeir, “es que debemos estimular a los niños con unos fundamentos educativos amplios, enseñarles en un ambiente cálido y creativo en el que se respeta a todo el mundo por igual. Todos son iguales”. Detrás de estos vagos buenos sentimientos hay mucha reflexión, que queda patente en la costumbre completamente islandesa de Asgeir y su claustro de profesores de viajar al extranjero en busca de ideas e inspiración. Dos profesores a los que conocí acababan de regresar de Inglaterra, donde habían visitado un distrito escolar de Birmingham famoso por tener un nivel escolar especialmente bueno. El propio Asgeir ha estado en Dinamarca, Escocia, Estados Unidos y Singapur, y la semana que le conocí se iba a Nueva Orleans. En general, todos los profesores tienen la oportunidad de tomarse un año sabático, completamente remunerado, para estudiar un tema de su elección.

Si el abejorro vuela, si Islandia es el mejor lugar del mundo para vivir y uno de los más ricos, es por cómo los Gobiernos han añadido políticas progresistas y sensatas, como la educativa, a la materia prima humana de la isla, fuerte, pragmática e imaginativa. “Como médico y como político, creo que existe una relación íntima entre la salud del país y la calidad de las decisiones políticas que se toman”, dice Dagur, ex alcalde de Reikiavik. “Hace cien años éramos uno de los países más pobres, pero todos sabíamos leer y teníamos unas mujeres fuertes. A partir de ahí, hemos elaborado políticas sólidas. Lo que quiero decir es que, para la salud de un país, más importantes que no fumar son los fenómenos sociales en los que aquí hacemos hincapié: igualdad, paz, democracia, agua limpia, educación, energía renovable y derechos de la mujer”.

Dagur, como todos los demás que me han hablado de Islandia con orgullo, se muestra seguro, pero no autocomplaciente; satisfecho de sí mismo, pero ambicioso y abierto al mundo. Esto último puede observarse en el colegio de Asgeir, donde encontré niños de China, Vietnam, Colombia e incluso Guinea Ecuatorial.

Cuando hablaba con Svafa sobre las mejores influencias del resto del mundo que Islandia ha sabido adoptar tan bien, o que simplemente están allí, mencionamos, igual que el primer ministro, la humanidad de Escandinavia y el empuje de Estados Unidos. También hablamos de cómo los islandeses –que hoy día cuentan con excelentes restaurantes y cuya energía para trasnochar debe de proceder del ADN vikingo– parecen tener mucho del savoir-vivre del sur de Europa. Entonces le dije que veía en Islandia una cualidad africana de la que el resto de Europa carece. Son las estructuras familiares “a retazos” de las que me hablaba Oddny. La sensación de que, independientemente de que el padre viva en el mismo hogar o la madre esté fuera trabajando, los niños pertenecen y se consideran pertenecientes a la familia en sentido amplio, la aldea. A Svafa le gustó la idea. “¡Sí!”, respondió la ejecutiva. “¡También somos africanos!”.

En parte a fuerza de viajes, en parte por accidente, estamos de acuerdo los dos en que Islandia es un crisol de culturas que ha logrado combinar las mejores cualidades de la humanidad, y que ofrece una lección al resto del mundo sobre cómo vivir con prudencia y alegría; libres de hipocresías, prejuicios y tabúes. En la superficie, Islandia no puede parecerse menos a África, no puede estar más lejos del país que ocupa el último lugar en el índice de desarrollo humano del PNUD, Sierra Leona; sin embargo, han tenido la sabiduría de adoptar, o reproducir por casualidad, lo mejor de lo que tienen ellos también.

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