Magnus nos había preparado una sesión de perdón colectivo ante nuestra madre Tierra y allí, cada uno de nosotros plantó un árbol. A pesar del frío, a pesar del viento, a pesar de la soledad y el silencio, la vida crece a trompicones también en aquella tierra. Después Magnus me dio dos piedras como recuerdo y sentí la superficie rugosa y lo liviano de su peso. Piedras horadadas por miles de orificios a través de los cuales fluye su alma. Al tocarlas, al sentirlas de nuevo entre mis manos, las imágenes de aquel viaje vuelven a vivir una y otra vez llenando mi vida de paz. Son como el interruptor mágico que enciende en nuestro interior la proyección de una película, la de aquél fantástico viaje que me permitió conocer más de cerca a ese ser vivo que es la Tierra.
Allí sentados, en aquella cabaña, sentimos el calor de la hospitalidad y la sensación tremenda de cuán insignificantes somos, pura escoria prescindible del planeta.